En principio valoré la idea no de escribir sobre él, pero si hay un genio que me ha marcado, de los pocos que el flamenco tiene, ese ha sido Paco de Lucía. Tuve la suerte de viajar hasta Marruecos para poder disfrutar de él, o eso pensaba, pero mi experiencia con el guitarrista es la más tormentosa que he tenido con un artista flamenco; y esto me molesta. Podría haber sido con otro, pero tuvo que ser Paco.
Aquel nueve de junio en Fes, mi cuerpo, poco a poco se fue descomponiendo a consecuencia del nivel de nervios que soporté, pero a las cuatro de la tarde cuando esperaba a Paco de Lucía en la recepción de su hotel aún no era consciente. Cuando vi a su grupo merodeando por allí pensé en esa idea, ese concepto que Paco de Lucía inventó; se rodeó de otros músicos para enriquecerse, un formato novedoso y magnífico.
Lógicamente es un genio por algo, pero ese algo es enorme y no se puede resumir. Ponerte a escribir sobre él puede ser cansino y pienso que ni le haría gracia; es que creo que a nadie le hace gracia que se hable a estas alturas de Paco de Lucía porque todo es repetitivo. Tenía idealizada la imagen del genio, una persona atormentada en continua lucha con su interior. La guitarra como desconexión, el mar como la paz, su música como terapia. Y vuelta a empezar.
Salió del ascensor con el gesto torcido y mi inoportunidad nerviosa le preguntó cómo se encontraba, me contestó que llevaba sin tocar la guitarra tres días. Me imaginaba que tenía mala leche, pero no tanta. Me hizo sentirme una auténtica imbécil, pero, qué se le pregunta a un genio cuando sale de un ascensor. No lo sé. Probablemente nunca lo sabré, me siento bendecida por haberme cruzado con uno y no tengo muy claro que quiera encontrarme con más, pero en ese momento tan solo pensaba que era muy tonta. Hice de tripas corazón y mientras se hacía fotos con los aficionados que lo esperaban cogí un pellizco de su camisa a la altura de su hombro y lo froté entre mis dedos, me miró por el rabillo del ojo y no caí fulminada porque mis nervios lo impidieron. No dijo nada. Solo miró. Y yo no dije nada, solo solté su camisa. Tenía que comprobar que era de verdad, fue una prueba del algodón y me daba igual que le incomodara; era mi oportunidad de tocar a un genio. Una tonta tocó a un genio. Una tonta era feliz. Una tonta a la que sus nervios nublaban.
Quizá pensó que se libraría, pero seguimos su coche hasta Bab Makina para asistir a las pruebas de sonido previas. Me senté en las sillas que ya estaban preparadas para el concierto y mientras ajustaban los instrumentos y se escuchaban, observaba. Eso es mejor que un concierto, ver a Paco de Lucía y a su grupo en movimiento, como se comunicaban, se expresaban, se movían, gesticulaban… como es su vida sin un foco y miles de personas delante. Estaba deslumbrada y frustrada; y comencé a cavilar sobre la situación del ascensor con Paco de Lucía. Estaba entre dos aguas, bueno, entre dos mareas. La admiración y la resignación. Sentía orgullo de ser flamenca cada vez que me concentraba en escucharlo y me sentía imbécil porque creía que había desaprovechado una oportunidad de medio minuto, treinta segundos que me hubiesen sabido a gloria bendita. Los nervios comenzaron a potenciarse y cada vez iba a más. Veía a un hombre cansado y fatigado en el escenario, a ratos incómodo, a veces sin mirada. Llegué a sentir compasión. Lo visualizaba en medio de su propia tormenta, de aquella infancia que no tuvo, en las seis cuerdas que lo ahogaban. Comencé a percibir una ligera ansiedad. No logré mantener la cabeza fría y positiva, así que, hubo un momento en que mi cuerpo le ganó la batalla a mi mente. Paco de Lucía me desbordó, un genio me venció y yo quizá lo tenía merecido. Asumí la derrota y me retiré.
La mirada del taxista que me llevaba de regreso al hotel los veía clavados por el espejo constantemente, solo quería llegar a una zona de confort. Pero, ya os digo, que no hay ninguna zona de confort en un país extranjero. No tenía más opciones.
Estuve tres días encerrada en la habitación del hotel, a base de yogurt, fruta y lágrimas. Lloraba siempre que estaba sola. Mi cuerpo se corrompió de tal forma que no veía retorno a la normalidad. No soportaba que la gente me preguntara por mi salud. Tuve hasta fiebre y únicamente quería volver a casa. Ver a mi gente y olvidarme de Paco de Lucía.
Cuando finalizó mi periplo por las músicas sacras de Fes y regresé todos me preguntaban por el viaje con curiosidad, me preguntaban por aquella cultura, por cómo había sido la experiencia y también por Paco de Lucía. La mayoría de las veces les narraba todo lo dinámico y hasta lo exageraba, pero cuando me preguntaba alguien de mi absoluta confianza le confesaba que no volvería nunca más. Lo pasé francamente mal, no he vuelto a sentir esos retortijones después y espero no hallarlos nunca. Ni esa angustia, ni ese corazón en las sienes.
Mi cabreo con Paco de Lucía terminó cuando me sonó el teléfono un veintiséis de febrero, ocho meses después. Tenía que escribir su despedida y volví a sentirme imbécil. No tenía nada que decir ni podía contribuir de ningún modo original a su partida. Me dediqué a escribir sobre sus triunfos, su discografía, su habilidad, su virtuosismo, su intuición y su don. Acababa de nacer una leyenda y mi cabreo se esfumaba entre lágrimas. Lo perdoné. Indagué por mis adentros, donde ya no había ansiedad ni nervios, solo llanto. Una vez más -pensé- al flamenco le encanta desatarme los nudos de la garganta.
Acabó mi rabia y comenzó mi duelo, fui consciente de que no podía machacarme ni culparlo a él de nada. Experimenté una sensatez extraña y acepté mis limitaciones. No estaba preparada para algunas situaciones, no sabía gestionarlas y no sé si aprenderé a hacerlo. Un mes después dejé de escribir y me hice pequeña. He necesitado mucha inteligencia emocional para no autoexigirme, he tirado de resiliencia para admitir y tolerar; una terapia eterna que vive en mí, como la tormenta vivía en Paco de Lucía.
Ahora soy capaz de no pensar en aquellos días en Fes de forma negativa, me quedé con lo bueno y con la guitarra del genio de Algeciras como banda sonora. Una experiencia que hubiese sido inolvidable igualmente. Sonrío, vivo y sueño. Cuando alguien se marcha supongo que se debe de poner un punto final, sin embargo, para mí significa también un nuevo comienzo. Mi condición romántica me cambia el prisma desde el que diviso el destino de las personas y recuerdo que hay un proverbio antiguo que dice que existen tres tipos de personas: los vivos, los muertos y los que navegan por el mar; porque los marineros que se adentran en el mar no se sabe si están vivos o muertos hasta que regresan a tierra.
Me gusta pensar que Paco de Lucía se adentró en el mar de Playa del Carmen, y quien sabe si está vivo o muerto; para mí es inmortal.
Perdóname, una vez más. Maestro.
Rocío:
Me reacciona mucho esta entrada tan atormentada tuya sobre Paco de Lucía, la guitarra de infinitas cuerdas.
Un texto como un oleaje hacia el mar, y no hacia la tierra como sería previsible.
Me gustan muchísimo esas fotografías tuyas con esa pared de fondo corrugado.
Empatizo.
Un saludo flamenco.
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Muchas gracias por pasarte por aquí Manuel, esta es tu casa.
Un placer leerte amigo. UN abrazo!
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