El chico de las estrellas

Por dónde empezar, es difícil de expresar lo que desapareció aquel día. Llevaba un manojo de meses sin limpiar la telaraña del tiempo quieto, la humedad de la lluvia que no cae, las hojas secas que crujían a mi paso. Era tiempo de mirarme por dentro y seguir la mudanza, cambiando la estación, regando el alma, a veces con lágrimas y otras con sudor. Construyendo la calma, viviendo despacio pero sin esperar, riendo sin exagerar, llorando sin esconderme.

Y de repente él. Con el corazón frío y la cabeza caliente. Mucho que pensar y apenas nada que contar. En su mirada se sostiene el silencio, como si tuviera un cable de acero en cada pupila. Me hacía cosquillas al mirarme, como esa vela en la que se tambalea su llama antes de ser soplada. Como un último deseo. Cómo ese pensamiento que nace en un abrir y cerrar de ojos.

Llegó sin discurso ni plan; y aún sigue así. Con la expectativa desierta y una piel curtida colmada de huellas de estrellas que se estamparon en su piel. Dice que son más de cien lunares, pero son marcas de estrellas porque viene de otro planeta. Me siento pura fantasía rozando un agujero negro que lejos de absorber mi luz, potencia mi brillo.

Y me pintó un cuadro muy feo, de colores estridentes y texturas incómodas. Me repetía el cuadro una y otra vez. Nadie hubiese pujado por ese lienzo tan difícil de mirar. Yo tampoco lo hice, decidí quitarle el pincel y rompí el caballete; él terminó regalándome unos rotuladores para soltar aún más mi imaginación.

Ya lo escribí al principio, es complicado asignarle etiquetas, hay demasiada profundidad en los matices de este océano. Su amalgama de pigmentos es extensa y se mantiene libre de anclas. Suspiro y agradezco. La honestidad, la confianza, la coherencia, el respeto. Flotadores que me mantienen en las distintas superficies donde descanso y respiro. Unos días estoy en plena arena, otros en una isla y otras veces en plena oscuridad donde el sol no asoma, porque el sol precisamente se esconde allí.

La galaxia de la sensibilidad forma parte de nuestro universo, donde no existe un idioma de referencia, más bien, decenas de dialectos mudos. Vivimos sin necesidad de explicar sentimientos ni emociones. Sentir los alfileres es suficiente; esos que te pellizcan para confirmarte de que, esta vez, no es la primera vez, pero es la nuestra.

Me regala momentos efímeros. Instantes humanos y divinos en los que me hace temblar y saborea en su paladar añejo cuando rozo su tinta con mis dedos. Él regresa siempre, con su traje espacial. Para revolverme las tripas, una y otra vez. Para calmarme con su boca hasta alcanzar el hueso, tensando el hilo que nunca se rompe, haciendo un camino de caricias sin saltarse ninguna herida. Manos y tiempo congelados en una cama que arde. Y cenizas de colores salpican su pelo cuando la luz naranja de fuera le besa la cara.

Le dejo escuchar dos canciones antes de largarlo, como una cuenta atrás previa al despegue. Y vuelve a dejarme en la mediocridad, sin saber hacia dónde mirar. Podría escribir esta historia más ordenada, más sencilla, más superficial, más clara. Pero esta historia es como él, un dulce y profundo caos.

Un caos que comencé a escribir hace casi un año y he ido compartiendo con él, a trozos y a ratos, a nuestra manera y a nuestro ritmo. Se lo leía, después, suprimía, modificaba, añadía. Hasta hoy. Decidí dejarlo aquí, porque sé que la vida es un nuevo comienzo cada vez que me lo proponga.

El chico de las estrellas me ha enseñado que el amor es lo único que trasciende en las dimensiones del tiempo y el espacio, y que tal vez, debería de confiar en eso. Incluso si no logro entenderlo.

Déjame vivir en tus estrellas,
y bailar descalza sobre ellas.
Feliz vuelta al sol.

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