Me levanto por la mañana y el agua fría me resbala la cara como un rasgueo de guitarra, el primer escalofrío del día llega como el duende, sin avisar.
Me van naciendo ilusiones mientras conduzco hacia mis tardes libres, como nacen los jaleos en pleno cante del Pinto, aquellos jaleos inolvidables de Pastora. Me fumo un cigarro en mi balcón, tardo cuatro minutos, miro al castillo y me da tiempo a sentir ese temblor maravilloso y brillante; como los giros de Eduardo Guerrero, que terminan clavados a compás.
Nunca todo es de color como canta la Lole, a veces hay soníos negros y noticias que te duelen como un quejío seco, asomando la tristeza que me aprisiona el alma como una cejilla al mástil. Entonces levanto la mirada y el sonido del agua de la ducha lo encajo en alguna falseta, probablemente de una sonanta jerezana, casi seguro que por bulerías. Me vuelvo a vestir sin protocolos y salgo a la calle, camino entre el bullicio que nada le envidia al de las últimas filas de un festival, miro a la baldosa que piso haciendo punta y tacón y mientras espero mi turno en algún comercio repito aquella subida de zapato por soleá que nunca quiero olvidar.
Saludo a las personas que me clavan miradas extrañas porque quizá ven en mi semblante que he cortado mi pensamiento en el siete, y en el siete nunca se debe dejar nada. La amalgama siempre ronda mi cabeza sin importar donde esté.
Cuando visito a mis padres, al llegar me quito la chaqueta y escucho el ole de mi padre, solo él ha entendido que por un momento, la chaqueta se ha convertido en un mantón que descansa en la silla de la cocina perfectamente puesta, tal y como tenía en mi cabeza.
Recibo una buena noticia y una llamada por bulerías con un tatatá con la boca es el éxtasis. El bailarse, hacerse el compás, el jalearse… esas cosas que nacen solas.
Encontrarte con alguien que hace tiempo que no ves y levantar en la distancia los brazos haciendo palillos, ese modo de expresar la alegría tan peculiar.
Este código no lo entiende mucha gente, apenas lo percibe nadie… me miran intentando entender algo que no puedo explicar. Que el flamenco está ahí, en cada paso que doy, en cada tarea de la rutina, en cada momento que existo… es algo de naturaleza innata, no sabes por qué sale, pero te sale. Es tu forma de expresarte, tu forma de pensar, tu forma de hacer las cosas… el conducir, el caminar, el esperar, el fumar, el saludar.
Transmitir es la base de cualquier arte, hasta del arte de la vida.
Y sin querer creas un lenguaje propio, una identidad única que va siempre contigo.
Me gusta encontrarme a personas así, que son flamencos, que les brota una esencia distinta aunque luego de música flamenca no tengan un conocimiento amplio, porque eso es lo de menos. Pero se aceptan y se muestran tal y como son, sin prejuicios, libres, limpios, puros.
Ser flamenco no es cantar, bailar, tocar… ser flamenco es tu sentir, es tu forma de expresión, es el día a día aflorándote a compás y no hace falta que seas artista; mucho más importante es ser persona antes que artista. Sobre todo ser una persona cabal.
Los flamencos somos esclavos de la emoción y de la intensidad, espectros en la luz y en la sombra, melancólicos del pellizco y la verdad. Buscamos de forma incansable el escalofrío, la caricia en el alma. Ahí está la clave de lo que es invisible para la mayoría de los ojos, pero existe en las entrañas del que siente y rara vez, en el corazón de quien lo ve.
Esa magia, esa comunicación, eso también es… flamenco.
La manida pregunta: ¿Qué es para ti el flamenco? Para mí el flamenco son las personas.
Y si se entiende esto, podemos comenzar a caminar…

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